Blanca y azul por ley, vaya acierto.
La aventura para llegar a Sidi Bou Saïd fue épica e irrepetible. La mañana amaneció lluviosa, muy lluviosa, torrencialmente lluviosa. Salimos del hotel en Hammamet temprano y nos dirigimos a la estacion de trenes. Comprar los billertes para todos, eramos 16, fue la primera odisea del día ya que por tres veces le dije al taquillero que el cambio estaba mal, pues aún así, me devolvió menos dinero del que debía. poquito pero menos.
Los billetes eran muy baratos y de segunda o tercera categoría pero eso no importaba, buscábamos aventura local. El trayecto era incierto, unos noventa quilómetros nos separaban de Sidi Bou Saíd y el tiempo oscilaba entre un poco más de una hora, más de dos o tres horas según a quién le preguntabas. Al final fueron dos horas bien cumplidas.
Cuando cogimos el tren en Hammamet la mayoría nos pudimos sentar pero conforme nos acercábamos a Túnez aquello se convirtió en un borreguero, apenas podiamos movernos, el ambiente se cargó de aromas intensos y los decibelios se multiplicaron de forma exponencial. La máxima expresión de hacinamiento ferroviario se produjo con el cambio de tren a la salida de Túnez, ya no llovía y la gente empezó a apretujarse hasta el punto de que el tren se puso en marcha con las puertas abiertas y con gente exponiendo su cuerpo por fuera del chasis del tren. "Y yo que pensaba que eso sólo pasaba en la India."
Cuando llegamos a Sidi Bou Saïd el tiempo había mejorado lo que nos permitió disfrutar de esta preciosa y empinada localidad.
Por ley, no recuerdo cual ni desde cuando, todas sus casas y cuando digo todas quiero decir absolutamente todas, son blancas, y sus ventanas, puertas, rejas, toldos y balaustradas todas azul cielo. La ciudad parece una postal viva que quiere otorgar paz al paseante, es como una acuarela cuyo pintor sólo tenía dos colores en su paleta y ún así realiza una obra maestra. A esta espectacular bicromía artificial se le ha de sumar el azul del mar y el cielo que ensalzan la belleza de Sidi Bou Saïd confiriéndole la necesaria dosis de naturalidad.
Aquí se vive la paz, se siente la serenidad, debe ser aquel lugar que definió un loco en su mente y alguién le escuchó a hurtadillas con la idea de estamparla en esta orilla del Mediterráneo.
Al final de la animada y empinada calle principal de este pueblo costero, la calle de Habib Thameur, se encuentra el cafetín más famoso del lugar, el Café des Nattes, donde se puede disfrutar de los mejores tés con hierbabuena y dulces de miel y piñones. Todo ello acompañados por la amable conversación de sus camareros que te explicaran que, Sidi Bou Saïd, es un pueblo de nostálgicos artistas, ávidos orfebres y "calmados" vendedores expertos en el arte del regateo que confieren al lugar el adjetivo de idílico y único.
Pasear por fuera de las vías principales de la localidad os permitirá descubrir laberínticas calles que os desvelaran el verdadero espíritu tranquilo de la ciudad a la vez que disfrutaréis de magníficas vistas panorámicas de la bahía y el puerto deportivo en la parte baja del acantilado.
Sidi Bou Saïd es toda una experiéncia y un lugar ideal para perderse.
Durante el viaje de vuelta arreció con ganas la lluvia provocando inundaciones en el país. La peor parte nos pilló de nuevo en el tren y como curiosidad recuerdo un pasajero local que andaba nervioso por el vagón y de pronto tiró del freno de seguridad, se bajó del tren cuando se abrieron las puertas y se metió en su casa que estaba a pie de via. Si, en su casa, nos lo confirmó el revisor cuando vino a ver que había pasado.
Por cierto, la lluvia nos impidió vivitar las ruinas de Cartago.¿Increible? si, ¿cierto? también. Que se le va a hacer. Menos mal que pudimos ver todo lo que de Cartago se muestra en el museo del bardo en Túnez capital, sobretodo sus impresionantes mosaicos bien conservados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario